Cuando hablamos de adicción a las nuevas tecnologías, es frecuente que, automáticamente, traigamos a nuestra mente la imagen de un niño o niña con un dispositivo electrónico cualquiera.
No es raro, hoy en día, echar un vistazo alrededor en un restaurante y ver a los padres aplacar la actividad de sus hijos a través de un aparato, ya sea tableta, móvil u otro. Sin duda, la eficacia de esta técnica es incuestionable.
A modo de sedante para niños y padres, mantener absortos a los pequeños en una actividad digital reduce la actividad de éstos como veníamos diciendo, pero también nuestra implicación en el manejo de sus comportamientos. No obstante, las víctimas -sí, víctimas- de esta estrategia no son solamente los niños, también los adultos, tema en el que se centrará el presente artículo.
De forma resumida, podríamos describir la adicción a las nuevas tecnologías como el uso excesivo de aparatos electrónicos, sumado a la necesidad de utilizarlos cuando hemos estado un tiempo prolongado (o no tan prolongado, en algunos casos) apartados de ellos, y con una función calmante y/o placentera a veces difícil de reconocer.
En la era de la hiperconectividad, es esperable que muchas de nuestras actividades se hagan a través de las nuevas tecnologías, desde quedar con nuestros amigos, pasando por informarnos sobre algo de forma rápida o comprar un producto en cuestión de segundos a golpe de dedo. La utilidad es más que evidente.
Sin embargo, la cara oscura de esta utilidad reside en la inmediatez del premio, del refuerzo o de la satisfacción. Nos sentimos más tranquilos cuando obtenemos respuesta por parte de nuestra pareja en el momento en lugar de esperar a vernos. Nos sentimos especialmente reconocidos cuando los “likes” crecen como la espuma y podemos observar en tiempo real este fenómeno tan satisfactorio. Nos sentimos con mayor control pudiendo acudir de forma inmediata a una información que resuelva una duda del momento. En definitiva, la prontitud de la respuesta adquiere un fuerte tinte de recompensa. Esto por supuesto dista enormemente de ser inocuo.
Es necesario recurrir a una explicación breve de nuestros mecanismos cerebrales para comprender cómo funciona el asunto en cuestión, y, para ello, haremos referencia al mecanismo de recompensa de nuestro cerebro. Este sistema forma parte de nuestro “cerebro primitivo”. Esto implica que guarda una fuerte relación con la supervivencia animal, pues “informa” de una sensación placentera.
De forma extremadamente resumida, el circuito de recompensa localiza estímulos placenteros (ej: un buen plato de comida, un abrazo o una droga). La consecuencia de “acceder” a ese estímulo es la liberación de neurotransmisores, a saber, dopamina y serotonina, que producen en nosotros una intensa sensación de bienestar. Otros ejemplos claros son cuando me doy un abrazo con alguien que me encanta, cuando compro algo a través del móvil que ansiaba desde hace tiempo, cuando acierto una respuesta jugando a un juego de mesa -y persisto en el juego tras ese atino-, o cuando veo una notificación de la persona que me gusta.
Pues bien, teniendo en cuenta todo lo anterior, es esperable que los adultos obtengan ese bienestar a través de sus dispositivos móviles, de la misma manera que los jóvenes y los niños.
Parece interesante, además, hacer referencia a la calma que proporciona a unos padres tener localizado a su hijo o hija gracias a su teléfono. La inmediatez juega una vez más un papel fundamental.
Esto quiere decir que el refuerzo, a saber, la sensación de calma que obtenemos al saber dónde se encuentra nuestro hijo o hija, hace que acudamos a nuestro teléfono con mayor asiduidad para aplacar sentimientos displacenteros. Es lo que llamaríamos un refuerzo negativo, cuyo matiz consiste en la reducción del malestar. Los refuerzos positivos se distinguen de los anteriores puesto que proporcionan bienestar. Un ejemplo puede ser cuando pido algo para comer a través del móvil, cuando escucho música que me gusta o estoy en contacto con la persona a la que ansío.
En definitiva, nadie escapa con facilidad a la trampa de los dispositivos electrónicos. Además, como decíamos previamente, en la era de la hiperconectividad resulta paradójico que cada vez nos encontremos más distanciados y aislados. Estamos presentes físicamente pero no mentalmente. Quedamos con nuestros amigos pero dedicamos buena parte de esos momentos a estar pendientes de cosas que no guardan relación alguna con el momento específico. Puedo estar tomándome una cerveza con mi mejor amigo de la carrera pero me abstraigo de la situación hablando con alguien que puede encontrarse en Honolulu.
Los adultos también experimentamos estas situaciones, y parece pertinente hacer especial mención a los padres: el uso de dispositivos y sus aplicaciones confieren a los padres una sensación ilusoria de conexión con sus hijos. Al percibir el alejamiento de éstos, los padres tratan de encontrar otras vías de comunicación con ellos, y es aquí donde juegan un rol primordial las nuevas tecnologías. No es raro ver a padres tratando de acercarse a sus hijos enseñándoles qué se han descargado en el móvil o el último chiste que les han mandado.
La añoranza de un contacto más genuino, más íntimo y menos mediado por lo electrónico empuja a los padres a encontrar otras vías de acceso a sus hijos e hijas, pudiendo verse atrapados también en el uso excesivo de estas tecnologías.