Los psicoterapeutas y los psicólogos solemos tener un principio básico que nos acompaña en nuestro quehacer educativo y terapéutico, ayudándonos –valga la redundancia- en nuestra labor de “ayudar”. Ese principio se podría transmitir de muchas maneras diferentes, pero utilizando un modo claro y poco poético, sonaría algo así como:
Las rutinas en la vida de cualquier familia y niño son necesarias, porque generan un ambiente más estable y ayudan a la consolidación de comportamientos, creación de hábitos y un funcionamiento general más sano.
Muchas veces hemos oído que el ser humano es social, que necesita del contacto e interacción con otros no solo para su supervivencia, sino para el disfrute pleno de su ser y estar. Y ese buscar al otro, disfrutar de él, empatizar con sus circunstancias y descubrirlo, se hace creando lazos. Lazos que, tal y como se encuentra diseñada la vida de hoy, posiblemente surgirán, para los más pequeños, en el lugar en el que pasan la mayor parte de sus horas de vigilia: el cole.
Suena muy utópico, para un niño de 2 años, eso de crear lazos, pero llevado al terreno práctico no significa más que “gozar de y en compañía”. A menudo se da poca importancia a las relaciones sociales de los pequeños llegando a ser incluso el aspecto que menos preocupa cuando, realmente, lo importante de que una “personita” asista a un jardín de infancia, no es que aprenda los colores, o que pueda decir los días de la semana en inglés.
Sí, esa premisa muchos la llevamos como bandera, porque creemos en ella, y porque hemos visto sus resultados positivos, no solo en la práctica clínica, sino en las familias, que como seres comunes que somos, nos rodean y pertenecen a nuestro círculo de amigos, seres queridos o conocidos. Sin ánimo de restar importancia ninguna a las rutinas, ya que yo me incluyo dentro de ese grupo que las defiende porque cree en ellas, quisiera colocarlas, por un momento, en el perchero, para abrir la puerta a un “primo” cercano de las mismas, un concepto sobre el que se piensa mucho menos pero que tiene un lado mucho más emotivo, cálido y no por ello, menos importante: El ritual.
Quizás al ver escrita la palabra ritual, pensemos en una especie de ceremonia, quizás abstracta, quizás incluso de carácter religioso, y entonces, a lo mejor, quien se encuentre leyendo empiece a preguntarse: con tanta información que hay ahí fuera para aprender cosas, ¿para qué habré empezado a leer esto? Pero los rituales a los que aquí se hará referencia, son más cercanos. Ellos encierran en sí tanto sentido, tanto significado y tanta magia que al empezar a comprenderlos, este artículo se cargará justo de eso, de sentido y magia, y dejará de ser pesado, quizás para convertirse en algo que logre hacer sonreír.
Pensemos por un segundo en la cena de navidad en casa de los abuelos, o en los cuentos que leía papá a lo mejor una vez a la semana o al mes a la hora de dormir, o tal vez en la noche antes de que vinieran Santa Claus o los Reyes Magos, en la que les dejábamos (en algún lugar de la casa) galletas o hierba, o incluso algún bocata de chorizo. Esos eran y son rituales. Una serie de acciones que se materializan, se convierten en hechos, por la simbología que encierran, es decir, por el significado peculiar que suponen para quien los hace y por la idea que está detrás de los mismos. Lo relevante, no es el hecho de ponerle hierba a un camello, sino preparar con ilusión una llegada esperada e incluso transmitir empatía (vienen de lejos y tendrán hambre). Los rituales son aquellas acciones que van conformando tradiciones.
Uno de los aspectos más positivos de los mismos es que pueden tener distintos matices en cada familia, aunque partan de algo común a más personas. Cada familia es única y por ende sus rituales tienen una dimensión única para cada una de ellas. Algunos son súper graciosos, como hacer una pijamada de adultos y niños por navidad, otros son más sentimentales, como escribir una carta anual a la tía que ya no está entre nosotros, pero lo importante es que son personales y cercanos al corazón de quienes los viven.
Los rituales en las familias son tan importantes como las rutinas. Su diferencia radica, según la Dra. B. Fiese en que en los primeros, la comunicación tiene una finalidad muy concreta, suceden con una temporalidad determinada y encierran un mensaje del tipo “esto es lo que necesitamos hacer”, sin que después de materializarlos se pase mucho tiempo reflexionando sobre ellos. Ayudan a que la dinámica en casa sea organizada, estable y con límites.
Los rituales, sin embargo, permiten un pasar del tiempo compartido, en el que conocemos a los demás mejor.
A través de ellos se contribuye al desarrollo de un sentido de seguridad, porque los niños saben cómo van a suceder y qué esperar de los mismo, pero lo más bonito y mágico de los rituales es que construyen un sentido de pertenencia a un grupo único: la familia y ayudan a forjar una identidad: “estos somos nosotros”.
Quizás la de “somos los Pérez, esos que (además de otras cosas claro está) hacen un picnic una vez al mes” o “somos los Martínez, para quienes la primavera es sinónimo de ilusión y, con la llegada de la misma, celebramos el día del cambio de armarios con música, en pijamas moradas y con macarrones al horno”. A diferencia de las rutinas, los rituales si conllevan pensamientos posteriores acerca de los mismos. Pensamiento con los que también se recuerda un sentir. Espero que, a estas alturas los rituales ya hayan empezado a inundar estas letras con su magia y me estén ayudando a hacer sonreír a quien, pese a los párrafos más técnicos, decidió seguir leyendo.
No se trata de elegir algo al azar y empezar a hacerlo todos los años, sino más bien de continuar con tradiciones establecidas por generaciones precedentes, siempre y cuando se comparta el sentido que encierran, o bien crear rituales nuevos basados en la reflexión de qué se quiere transmitir a través de ellos. Hay padres que optan por hacerse una foto todos los años en el mismo lugar para que la familia pueda ver “cómo hemos ido creciendo”, pero sabiendo a la vez que “crecen juntos” y que siguen estando ahí los unos para los otros. Otros disfrutan por ejemplo de inaugurar el inicio de cada curso escolar con una cena especial en la que se habla de los sueños que cada uno tiene para ese nuevo comienzo académico. Lo verdaderamente importante es que los rituales existan, tengan la peculiaridad que tengan.
La literatura psicológica dedicada al estudio de familias, publicada a través de la American Psychological Association sostiene, por ejemplo, que los padres que conocen mejor a sus hijos son capaces de desarrollar estrategias de parentalidad más eficaces y por ende, de sentirse -ellos mismos- más competentes y seguros de sí. Los rituales son una manera “especial” de estar con los nuestros. Pasar tiempo juntos, ya sea comiendo o jugando es lo que va a permitir saber más de las peculiaridades de cada miembro de la familia, de eso que lo hace a cada uno ser ella o él y a la larga, ese conocimiento es lo que nos va a permitir apreciar, valorar, querer y saber cómo estar ahí para aquellos quienes son nuestros compañeros de la vida, y que se han convertido en piezas clave de nuestras existencias, nuestras familias.
Aquel que regala un ritual regala algo que construye, que perdura y que trasciende.
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